Recupero este cuento que escribí para la revista de feria de 2019 y que por problemas técnicos del blog, se perdió. Aprovecho para acompañar el texto con la lectura del mismo a cargo de Xavi Villanueva (ABISMO fm) y que está en su podcast Audiolibros y Relatos y en el podcast Días Extraños de Santi Camacho.
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Aquella mañana nos despertaron las notas de una música conocida, los acordes de una marcha que anunciaba que el circo estaba en la ciudad. El título de esa marcha es “La Entrada de los Gladiadores” ahora lo sé antes solo sabía que sus notas me hipnotizaban, me hacían bailar; sus notas auguraban risas, traían a mi memoria payasos haciendo tontadas, equilibristas llevando en su boca un gran palo sobre el cual giraban platos mientras en sus brazos daban vueltas los aros o volteaban las mazas; imaginaba al hombre bala que salía disparado hacia un aro envuelto en llamas y era recibido por un portor en lo más alto de la carpa circense.
Las notas de esta alegre melodía me hacían pensar en los trapecistas, veía a una gimnasta dando vueltas en el aire pasando de unas manos a otras mientras en cada uno de los trapecios, hombres balanceándose enganchados por las corvas, la recibían como si estuvieran jugando con una pelota.
Los payasos, clown y augusto, entonces les llamábamos el listo y el tonto, ahora eso no sería correcto, (por cierto a mí nunca me gustó el listo, me daba un poco de grima, no sé por qué) de todas formas ambos nos hacían reír; los enanos siempre con sus ocurrencias, tan patosos pero a la vez tan dulces y por último los animales. Siempre fue mi número, a la vez que preferido, el que más tristeza me inspiraba. Los perritos ataviados con faldas, pantalones, sombreros… bailaban vestidos de vaqueros, de sevillanas, de piratas, de mexicanos… los leones enseñando sus dientes y sus garras a la bailarina que era rescatada por el domador valiente y atrevido al que los animales estaban hartos de ver; los elefantes levantando su cuerpo sobre su pataza subidos en una banquetita tan minúscula que yo pensé que un día sus patas no iban a resistir el cuerpo del animal.
En la calle seguía sonando “La Entrada de los Gladiadores”, esa melodía que me recordaba al circo. A través de un megáfono la voz del animador repetía una y otra vez:” Vamos niños al circo, allí veréis lo más arriesgado, el peligro, la sorpresa, la alegría, la tristeza, todo lo encontraréis allí, os espera el más difícil todavía, todo condensado bajo una carpa, en un círculo mágico, Señores, señoras, niños y niñas, vamos al circo”.
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Y, entonces la chiquillería les pedíamos a nuestras madres que nos llevaran a la función de la tarde y nos reíamos mientras comíamos algodón dulce o una manzana caramelizada.
Los últimos compases de la “La Entrada de los Gladiadores” se iban difuminando en la lejanía, pero el ritmo machacón seguía sonando en nuestras cabezas y nosotros recordando aquellos momentos que deseábamos volver a vivir.
Fue ese día en el que todos los niños de mi barrio desaparecimos. Igual que si se hubiera tratado de la flauta de Hamelín, aquella noche todos salimos de casa sin que nadie se percatara. Las notas seguían sonando en nuestras cabezas y de todas las calles acudían niños y niñas con paso lento, con la mirada fija en algún punto invisible, todos fuimos juntándonos alrededor del carromato del circo.
Un hombretón alto y gordo con un gran sombrero de copa, nos recibió con una sonrisa roja pintada en su cara blanca. Uno tras otro fuimos subiendo al carromato. Después cuando todos estábamos dentro dijo que iba a hacer un número de magia y, al momento, las paredes del carromato desaparecieron y todos estábamos metidos en una gran jaula, como la de los leones, que también sin saber cómo fue cubierta por unas cortinas negras.
No pudimos reaccionar hipnotizados como estábamos, pero sí sentimos que bajo nuestros pies la jaula se movía y empezábamos a girar y girar como si estuviésemos en una atracción de feria, en un cubo de la ola o del látigo.
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Los giros nos despertaron de nuestro letargo y todos empezamos a gritar. Nos abrazamos, nos agarramos a los barrotes pero poco a poco estos desaparecieron y también los giros, y los gritos y, en pocos segundos estábamos de nuevo en el mismo sitio donde nos habíamos juntado.
Igual que llegamos fuimos de vuelta hacia nuestras casas, nuestros padres nos recibieron con gran alegría, con llantos, risas, besos, abrazos. Nuestro regreso fue todo un acontecimiento en el pueblo. El alcalde dictó un bando e invitó al pueblo y, en especial, a las familias “afectadas” a una convocatoria de urgencia para tratar “nuestro caso”.
Francamente, yo no entendía nada. Empezando por todo lo que había cambiado en mi familia. Mi hermano pequeño, en el momento de mi regreso a casa, no se encontraba allí pues estaba en la universidad. ¡Por Dios, en la Universidad! Si minutos antes cuando yo había acudido al carromato tenía tan solo once años. Y mi hermana que entonces tenía dieciséis años, ahora !estaba casada y tenía un bebé!
También las calles de mi barrio tenían un aspecto diferente, algún edificio había desaparecido y en su lugar había otro más alto y algún establecimiento en sus bajos. En todas las casas de los que habíamos estado en el carromato la noche anterior, pasaba igual que en la mía. Todo el pueblo había cambiado, todos eran más viejos, algunos vecinos habían fallecido y también había nuevos niños que no conocíamos. No entendía nada, solo eran un par de horas lo que habíamos estado fuera y todos coincidían en que habían pasado más de diez años.
Fuimos acostumbrándonos a la nueva situación. Los días pasaban y yo volví al colegio. Mis compañeros de clase eran los hermanos pequeños de mis amigos y estos, mis amigos, ¡ahora estaban cumpliendo el servicio militar!
Decidimos hacer un grupo todos los que habíamos asistido aquella noche al carromato, tratábamos de encontrar alguna explicación, pero todo era inútil. En realidad, solo nosotros vivíamos el mismo tiempo, un tiempo que no compartíamos con los demás vecinos ni con nuestras familias.
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Y llegaron las vacaciones y también los primeros días de verano y de nuevo las fiestas y, con ellas la feria de nuestro pueblo. Aquella mañana el sol brillaba de forma diferente, había alguna nube de esas que se forman por el calor, aunque no parecía que fuera a caer la lluvia. Inexplicablemente en la calle no se escuchaba ningún sonido. Todo estaba en una calma tal, que parecía que el tiempo se hubiera detenido. De pronto y sin saber de dónde llegaban, se empezaron a oír los primeros compases de “La Entrada de los Gladiadores”. Un escalofrío recorrió mi espalda. Algo que tenía en mis manos cayó al suelo y, como si hubiese sido hipnotizado, salí de casa atraído por aquel sonido. Mis compañeros de aventura del encuentro pasado fueron, igual que yo, sacados de sus casas por la misma música. No sé si fue el mismo camino de la vez anterior, tampoco puedo recordar si era el mismo circo el que se anunciaba, puede que ni siquiera fueran los mismos músicos los que hacían volar las notas o el mismo actor el encargado de pregonar la actuación que iban a dar los próximos días durante la feria.
Lo que sí puedo decir es que éramos los mismos niños y niñas los que, como sonámbulos, acudimos hasta el recinto donde estaba ubicado el circo. Allí un señor alto y fuerte con un gran sombrero de copa y con una gran sonrisa roja pintada en su cara blanca nos dio la bienvenida. Fuimos pasando uno tras otro al interior del carromato y el hombretón nos hizo un número de magia. Al instante las paredes del carromato desaparecieron y todos nos vimos metidos en una gran jaula que, al instante, fue cubierta por unas cortinas negras.
Impulsada por algún resorte la jaula empezó a girar y girar y ante nuestros ojos fueron pasando imágenes de un tiempo que no habíamos vivido; vimos a nuestras familias angustiadas porque no nos encontraban, a nuestros hermanos ir creciendo y a otros familiares desaparecer. De pronto todo se quedó en calma, las cortinas se esfumaron, al igual que los barrotes y de nuevo estábamos sentados y esta vez el lugar del hombretón
lo ocupaba una trapecista que nos dedicó una gran sonrisa y nos dijo que en el circo todo es magia, nada es lo que parece, que hay que ir con la alegría dibujada en la cara y con el corazón de niño. Después nos invitó a seguirla hasta la carpa donde estaban ensayando los artistas. Asistimos embobados a sus proezas y malabarismos. Nos reímos a carcajadas con el número de los payasos y aplaudimos a rabiar cuando un precioso unicornio paseó por toda la pista con la trapecista en su lomo y nos dedicó un saludo con sus dos patas delanteras en alto.
Acabados los ensayos, nuestra cicerone nos entregó unas invitaciones para la función que al día siguiente daría el circo.
Salimos felices y cada cual regresó a su casa. Todo volvía a ser diferente, pero esta vez con la particularidad de que todo estaba como al principio. Mis hermanos tenían la misma edad que cuando fui por primera vez al carromato, mi hermana estaba en el instituto y yo no salía de mi asombro.
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Con el tiempo lo vamos superando, solo hablamos de esta cuestión cuando estamos juntos los mismos que fuimos al carromato, nadie parece haberse dado cuenta de nada, pero nosotros… nosotros sabemos las cosas que van a pasar en un plazo de diez o doce años.
Nota: Ahora, cuando escuchamos las primeras notas de “La Entrada de los Gladiadores”, corremos a ponernos tapones en los oídos, por si acaso.
Virtudes Torres
17 junio 2019