Han pasado muchos años, demasiados. Ojeo el álbum de fotos, fotos en blanco y negro que tienen ahora un tono sepia impuesto por el paso del tiempo, como una marca inexorable imposible de detener. En mi memoria somos aún los mismos chavales, tenemos la misma edad, los mismos sueños, las mismas inquietudes.
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Eso es lo que me gusta recordarme, lo que quiero que mi cerebro no olvide. Pero soy realista y sé que no es eso lo que sucede, que aquel día, ese que quedó impreso en esta foto, fue el mismo en el que nos juramos que, a pesar de todo, nada ni nadie nos separaría. Nos despedimos con pesar, con dolor, pero también con la esperanza de que esa guerra a la que te enviaban durase poco.
Pero las guerras duran lo que los dirigentes quieren que duren, ¿qué importa que sus hombres caigan en combate, qué importan las familias, los amores, los trabajos o la vida que dejan atrás los soldados? Para ellos, que ven la lucha desde sus mesas en los despachos, solamente son piezas de un juego macabro, soldaditos de plomo que caen sobre el tablero a un golpe de dedo del enemigo. No son nadie y nada.
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