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  • Foto del escritorVirtudes Torres Losa

Una misión muy sonada

«Era una noche tan fría que hasta los árboles tiritaban. Ningún animal se atrevía a salir de su guarida y las blancas calles dormían totalmente desiertas. Las chimeneas escupían convulsivamente las sobras de las casas y los cristales empañados de las ventanas impedían ver el interior de las familias.

»Esa noche tenía un trabajo que realizar y nada ni nadie en el mundo me impediría ejercer mi encargo. Tal vez fuera la última vez en mi vida, pero, ni el clima más despiadado ni el deseo por el calor de mi dulce hogar me harían desistir en mi cometido.

»Volví a comprobar mi puñal, la cuerda y mi ansiedad, y sin más demora, me adentré en el pueblo… »



Las calles estaban llenas de público, lo que me vendría muy bien para llevar a cabo mi misión. Me mezclé entre aquella gente que parecía estar poseída por eso que llaman el “espíritu de la navidad” pero que a mí solo me parece que están bajo el deseo compulsivo de gastar su plata.

Nadie se fijaba en nadie, si acaso algún saludo esporádico y vuelta a meterse en otro comercio o en algún gran almacén para salir cargados de bolsas, paquetes… yo estaba algo indignado. No, no creáis que sentía envidia, ni mucho menos, pero me fastidiaba ver que cuanto más bajaban sus cuentas en el banco, más contentos parecían. En fin, ese no era mi problema. Tampoco es que supiera a ciencia cierta cuál era. Estaba aquí, con una cuerda, un puñal a lo Indiana Jones y haciendo hora para encontrarme con el resto del grupo sin saber qué debía hacer en espera de órdenes que llegarían de un momento a otro.


El reloj de la plaza dio ocho campanadas. Por uno de los soportales apareció Mudita acompañada de Rizos, Blanca y el Pulgas. Este último lucía un atuendo perruno algo así como un “milrazas”, mientras los otros iban disfrazados de ovejitas con un gorro de Papá Noel. ¡Menuda pinta tenían! Con un gesto de su cabeza Mudita me invitó a seguirlos y todos nos dirigimos hasta una ermita donde se estaba montando un Belén viviente.

Una vez allí cada cual ocupó su lugar en dicho Belén, pero yo no acertaba qué lugar debería ocupar. Alguien dejó en mi mano una nota y salió corriendo. Salí a la calle tras esa persona pero la calle estaba vacía. Miré la nota pero en la calle no podía distinguir las letras, unas manos amigas me iluminaron con una vela. La nota decía que debía estar en el campanario a las ocho y media.

Miré a mi alrededor buscando la subida hasta el campanario y no vi ninguna escalera que me pudiera conducir hasta aquella altura. Me fijé en una diminuta puertecilla que no sabía a dónde llevaba y con mi curiosidad por delante y también para qué negarlo, con bastante miedo, mientras los organizadores estaban distraídos en montar el Belén yo me colé por aquella puerta que casualmente estaba abierta. Y “voilá” una pequeñísima escalera de caracol con los peldaños bastante inclinados y estrechos me llevó hasta el campanario desde donde se veía un cielo imponente lleno de estrellas con todas las constelaciones brillando en su máximo explendor.

Allí estaba yo, aún faltaban cinco minutos para la hora en que se me había citado, en espera de nuevas órdenes. Desde mi altura llegaban los villancicos cantados desde el Belén que se estaba representando en la ermita. De pronto la música de “Campanas sobre campanas” empezó a sonar y como guiado por una mano invisible mi mano sacó el puñal y cortó una de las cuerdas que sujetaban las campanas. Me asusté pensando que una de ellas podría caer pero mi mano no obedecía mis órdenes. Volví a cortar otra de las cuerdas al tiempo que las voces blancas decían “...y sobre campanas dos…” y mi asombro fue en aumento pues las campanas no parecían estar sujetas por estas cuerdas. Mi mano siguió cortando una tercera al tiempo que sonaba en el aire “...y sobre campanas tres…

Afortunadamente ahí paró el villancico. Yo no daba crédito las campanas se sostenían como si yo no hubiera cortado las cuerdas. Con el susto en el cuerpo y como ya había recuperado el dominio de mi mano, me bajé de aquel lugar sin saber aún para qué se me había requerido. Cuando entré por aquella puertecilla a la ermita todos me aplaudieron. Dijeron que, gracias a mí, había salido una preciosa función. Que exactamente había tocado las campanas en el momento justo y había dejado caer la nieve y los regalos cuando se esperaba que cayeran. Que era todo un crack y que estaba fichado para el próximo año.

Después pasamos a la sacristía donde nos tenían preparado un chocolate caliente y toda clase de dulces y, como premio por la buena actuación, todos recibimos un regalo.

Bueno, pues ya estoy en casa. Aún no me puedo creer que ese trabajo tan especial fuera hacer de campanero en una representación teatral, máxime cuando el aviso que me hizo salir de casa era muy explícito. “Usted ha sido elegido entre miles de personas para un asunto de vital importancia. De usted, y solo de usted, depende que este acto resulte bien. No olvide salir sin su puñal, ¡ah! procure pasar desapercibido y diríjase a la plaza al encuentro con Mudita y su banda, una vez allí le indicaremos cuál es su trabajo.


****


En la calle suenan doce campanadas. Las estrellas brillan con más fuerza que otras noches, de pronto una estrella con una cola enorme pasa por la ventana de la alcoba donde duerme nuestro protagonista y deja un rastro de chispitas doradas, una ráfaga de luz se cuela por los huecos de la persiana y la magia envuelve la estancia.


Este relato ha sido editado para el Va de retRo de diciembre del blog ACERVO DE LETRAS.

Había que continuar la historia e incluir en ella las tres primeras imágenes, las monedas, la ovejita y las manos con la vela.

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